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Dentro del cementerio

Capítulo 3

En nada se parece la tienda de Ana María al edificio de control del Parque Cementerio de Málaga (Parcemasa). Un edificio gris que queda en la parte de atrás del recinto y que comunica con las antesalas del crematorio. Estas antesalas son las habitaciones en las que descansa el cuerpo del fallecido antes de la cremación o la inhumación y que se encuentran separadas por un cristal de las salas de velatorio, a través de la que la familia puede darle el último adiós al difunto. “Control”, como lo llaman los trabajadores del cementerio, es el lugar de trabajo de Diego Cervilla y Juan García. Cuando entran al edificio, enfundados en elegantes trajes de chaqueta, nadie pensaría que son los enterradores del cementerio. Los demás trabajadores les saludan con admiración y respeto. Si hay que hablar con alguien, son ellos los indicados. A todos les parecen un ejemplo del desempeño del trabajo funerario y una gran representación del sector.

“Mi misión es que todos los servicios funerarios se lleven a cabo, salgan bien y que no haya ningún problema, ayudar a los familiares en todo lo posible”, dice Diego para definir su trabajo en el cementerio. Él es jefe de servicios. Llega a las seis y media de la mañana para recoger la documentación que se haya generado el día anterior, y desde el despacho organiza las labores del día, como las inhumaciones o las cremaciones.

Diego Cervilla, enterrador y jefe de servicios de Parcemasa

Lleva 30 años dedicándose al negocio de la muerte, pero antes tuvo muchas otras profesiones, entre ellas la electrónica o los servicios de seguridad. “Más que decidir yo entrar en el mundo de los servicios funerarios, lo decidió el momento, porque la verdad es que a mí esto de los servicios funerarios no me gustaba nada. De hecho yo iba a un cementerio y me quedaba fuera. Pero en aquel momento era una situación de crisis y cuando te sale un trabajo lo coges sea de lo que sea, no estoy aquí por vocación”.

Cuenta que tuvo que hacer una evolución interna. Es complicado trabajar a gusto en un lugar en el que los sentimientos están a flor de piel y las personas lo pasan tan mal. “Es muy complicado intentar que no te afecte, porque en mayor o menor medida te afecta”, admite.

Hay momentos del día a día de la profesión que se hacen cuesta arriba.

“La posibilidad de sentirte identificado con algún caso por tu edad o circunstancias acaba no afectándote tanto, es como si el que trabaja en un hospital, por el hecho de tratar siempre con enfermos, estuviese siempre amargado”, dice Juan García. Con 23 años, Juan era electricista en la obra, pero el carrusel de empleos temporales y desempleo que había entonces en el sector de la construcción no le convencía. Un día, leyendo el periódico, encontró un anuncio de Parcemasa que le cambiaría la vida. Ahora, a los 53, sigue en la empresa, pero la figura del enterrador ha evolucionado. Es coordinador de servicios y la mano derecha de Diego.

Juan García (i), coordinador de servicios de Parcemasa junto a Diego Cervilla (d), jefe de servicios 

“Nosotros dos, como enterradores, empezamos siendo el fuerte del cementerio, los trabajadores de patio. Pero la cosa ha cambiado mucho, ahora es un trabajo diferente. Es muy importante porque nos tocó el salto entre lo antiguo y lo moderno. Nosotros aparte de enterrar hacemos muchas más cosas, somos gestores. Este es un nuevo modelo, un gremio nuevo que ha creado esta empresa y que han adoptado los cementerios de las grandes ciudades, más enfocado al trato con las personas que al limpiar, enterrar y sacar, que es incluso diferente aquí también”, explica Juan.

Ese periodo de transición sigue existiendo actualmente, porque vemos un perfil de enterradores más ejecutivos en grandes cementerios, pero siguen existiendo los enterradores que trabajan en el patio, sobre todo en los pueblos.

El murmullo proveniente de las salas de velatorio queda en el olvido al cruzar la verja de hierro forjado que anuncia la entrada al cementerio de Benalmádena. Los pájaros son los únicos que adornan el silencio con sus suaves melodías desde los árboles que llenan lo que, si no fuese por los altos muros repletos de nichos, podría ser un jardín botánico. En una de esas paredes, si uno se fija muy bien, se llega a distinguir un pequeño callejón que lleva a la parte más lujosa de la necrópolis.

Monumentos fúnebres, panteones ostentosos, ángeles tristes que lloran a quien un día enterraron bajo sus pies. Incluso a lo lejos se ve un busto de bronce y en el mármol un gran rótulo, en el que reza el nombre de Imperio Argentina. En las lápidas del fondo, un hombre trabaja silenciosamente sin alterar siquiera el paisaje con su presencia. Él es Jesús Olmo Gómez, enterrador del cementerio y encargado de su mantenimiento.

Jesús no lleva traje, sino un mono azul de trabajo. Y en lugar de un maletín, tiene consigo un cubo para echar las malas hierbas que crecen en el camposanto.

Jesús Olmo Gómez, enterrador del Cementerio Municipal de Benalmádena

Lleva nueve años siendo enterrador. Empezó trabajando para el Ayuntamiento en el cementerio intercalándolo con la construcción, y hace dos años consiguió el puesto fijo. Aunque el empleo no le viene de tradición familiar, desde pequeño ha estado vinculado a los servicios funerarios, lo que hizo que desde niño asumiera la muerte como algo normal a lo que no hay que temer. “Antiguamente mi abuelo era el que hacía las lápidas aquí en Benalmádena, trabajaba el mármol y era lapidario, entonces yo siempre he trabajado ahí. Y yo esto lo he conocido desde chiquitillo que yo venía aquí a traer los mármoles”, dice echando una larga mirada a su alrededor. Según él, no podría haber conseguido un empleo mejor, y lo asegura rotundamente: “A mí me gusta todo de mi trabajo. Porque yo he vivido esto desde chiquitillo. Mi trabajo lo significa todo para mí”.

Jesús trabaja en un entorno más idílico, como se hacía antaño, entre la naturaleza, en lugar de en una oficina como en los cementerios más grandes. Esto se debe a que el de Benalmádena es uno de los pocos camposantos antiguos que quedan, con mucha carga botánica y de mantenimiento. Su ambiente de trabajo recuerda más al asociado a la figura histórica del enterrador que el de los empleados del Parque Cementerio de Málaga, pero eso no significa que se corresponda con ella.

El mito de enterrador que está aún enquistado en el imaginario colectivo es el de un hombre excéntrico, alcohólico en muchas ocasiones, al que había que evitar. “Hace cuarenta y tantos años los enterradores como nosotros iban con los jarrillos de lata porque en las tabernas no les ponían vino en los vasos que le ponían a la demás gente”, dice Diego. Además de las exclusiones sociales, estas personas tenían que soportar también los comentarios que surgían a su alrededor por donde pasaran, y ver cómo cruzaban los dedos intentando espantar al mal fario cuando se encontraban con ellos. Los estigmas de hace cincuenta años no se quedaron con la figura de esta profesión que existía otrora, sino que los enterradores de hoy, de pueblo o de ciudad, los arrastran sin corresponderse con la realidad.

“Ante todo mi trabajo es un compromiso. Yo espero de mi trabajo que cuando la gente me vea y sepa que trabajo en el cementerio hablen bien de los servicios que damos, que seamos un ejemplo de compromiso con los familiares. Lo que quiero es que la gente me valore y no me estigmatice por trabajar en un cementerio, que tengan un mejor concepto de las personas que trabajan ahí”, reivindica Juan.

Eliminar los tabúes de una profesión tan natural como la propia vida.

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